La roca

por Fernando de León


Vi de igual modo á Sísifo, el cual padecía duros trabajos empujando con entrambas manos una enorme piedra. Forcejaba con los pies y las manos e iba conduciendo la piedra hacia la cumbre de un monte; pero, cuando ya le faltaba poco para doblarla, una fuerza poderosa hacía retroceder la insolente piedra que caía rodando a la llanura. Tornaba entonces a empujarla, haciendo fuerza, y el sudor le corría de los miembros y el polvo se levantaba sobre su cabeza.
La Odisea, Canto XI

 Uno debe imaginar a Sísifo feliz.
Albert Camus

Vi de igual modo a mi padre. Lo vi sudar sumido en una nube de polvo y por más que lo intentaba no lograba verle el rostro, pero supe desde el principio que era él quien alzaba en hombros aquella enorme roca y daba temblorosos pasos subiendo por la empinada colina. El terreno no era amable, pues había muchas piedras pequeñas que parecían desear que mi padre se resbalara, y a veces lo conseguían; se tambaleaba poniendo en la tierra una rodilla con tal impacto que cimbraba la tierra. Además las hierbas secas y las raíces escondían intenciones tan negras como aquel cielo. Algo tenía de enfermizo y de burlón el viento, pues azotaba en el pecho de mi padre como un látigo invisible. Él no dejaba su roca, la cargaba con esmero y con delicada pasión; esa roca llena de aristas filosas que se encajarían de buena gana en una piel menos curtida. Juro que me impresionó verlo así; que sentí el impulso inmediato de correr hasta él y ayudarlo y llegando a la cumbre poder abrazarlo y decirle: “padre, estoy a mitad del viaje de mi vida y pese a los contratiempos he sido feliz, porque soy el viento próspero que me enseñaste a ser”. Y hubiera querido librarlo de su condena, pero los dioses no me lo iban a permitir; ni siquiera me dejaron que me viera, ni logré hablar con él. Lo observé con esa añoranza del porvenir con la que uno siempre mira a sus padres. Noté que casi llegaba a la cima cuando se giró y con extraño entusiasmo posó la piedra en el suelo, y diciéndole “¡sujétate!” la empujó para que rodara cuesta abajo. Fue cuando pude ver su rostro a pesar del polvo y de las tinieblas de aquel sitio. ¡Y sonreía! Miraba con alegría la piedra rodar, descender hasta perder el impulso y quedar varada en el suelo horizontal. Corría entonces dando traspiés de bajada hasta la piedra ya inmóvil y con cuidado la levantaba y la posaba en su espalda para iniciar otra vez el pesado y lento ascenso hasta lo alto. De nuevo, justo antes de llegar lo más arriba que se puede llegar, se giraba, colocaba la piedra en el suelo, le decía “sujétate” y la empujaba, contemplándola con tremenda sonrisa. De pronto recordé que un día, siendo yo muy pequeño, él me llevó a conocer la nieve y era tan abundante en el piso que yo no conseguía caminar sin hundirme. Me cargó en hombros hasta lo alto de una ladera y arriba improvisó con una corteza de árbol un trineo. Me dijo “sujétate” y empujó la corteza cuesta abajo. Tuve el viento helado en el rostro y la emoción de deslizarme surcando un inolvidable mar blanco. Cuando mi viaje terminó vi venir a mi padre por mí y me elevó en hombros para repetir la aventura desde lo alto. Sísifo, el más inteligente de los hombres, quien me enseñó a viajar con bonanza y astucia, decidió un día que su condena no sería tal, que la cambiaría por el recuerdo de una mañana feliz.




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