En el centenario de Flannery O´Connor, un ensayo sobre mi cuento predilecto de ella: Las dulzuras del hogar

La violencia requiere fuerzas siniestras, fuerzas aliadas que entren en conflicto y que asesoran a cada personaje que forma un bando. Sea en forma de ideología, de prejuicio o de espectral aparición esquizoide, los personajes del cuento “Las dulzuras del hogar” de la contundente autora norteamericana, Flannery O´Connor, se dejan aconsejar y son llevados de la mano por sus fantasmas a la desgracia. El protagonista, Tomás, es quizá el menos insensato a lo largo del cuento, un historiador, solterón que vive con su madre y que padece la enfermiza caridad que su madre tiene para con vagabundos. Sin embargo, en momentos de ira y de frustración escucha la siniestra voz de su padre muerto: una voz que en realidad teme y que quisiera no atender. Digo que es el menos insensato y es, sin duda, narrativamente hablando, la apuesta de la autora por identificarse con el lector; el hilo conductor del argumento. La madre, como se ha dicho, obedece al fantasma de la caridad y no puede evitar lanzarse a la ayuda de una mujer joven sin hogar que es alcohólica llamada Sara. Por su parte, Sara es una especie de víctima de sí misma que arrastra a quienes la rodean hacia un ámbito de miseria. Los tres pasan de una situación incómoda a un desdichado y accidental asesinato de la madre, por el hijo, con la pistola del difunto padre. ¿Desdichado y accidental? El cuento es un portento narrativo porque al final no estamos seguros de que lo sucedido haya sido un momentáneo acceso de locura. No estamos seguros de que Tomas no haya deseado matar a su madre. No estamos seguros de que el desprecio de Tomás por la ninfomaníaca Sara no haya sido sino pura tensión sexual convertida en violencia. El único que parece estar seguro de lo ocurrido es aquel personaje que no ha presenciado los acontecimientos pero que llega al final como invitado de honor a la violenta puesta en escena: el pétreo sheriff Farebrother de quien se dice, en un portentoso párrafo final: “Estaba acostumbrado a interrumpir escenas que nunca eran tan terribles como a él le hubieran gustado. Pero ésta colmaba su expectación de lo atroz.” El asunto primario es que O´Connor ha reunido en un cuento todos los ingredientes para hacer de él una bomba que pueda estallar en cualquier momento: la pasividad de Tomás, la terquedad de la madre, el carácter oportunista y vividor de Sara, una pistola cargada, el activo fantasma de un padre intolerante. Las piezas de este rompecabezas de la ira están dispuestas para que algo salga mal en cualquier momento. Lo notable, lo valioso es que ninguno de estos personajes es una caricatura en sí misma. Cada uno de ellos tiene una visión del mundo compleja y comprensible: la necesidad de ayudar sin saber cómo, es tan sólida como la descalificación que Tomás hace sobre los adictos y los vividores. Sara no hace sino lo que alguien que se ahoga y que hunde consigo a quien pretende salvarla. Incluso el carácter del fantasma del padre o del rudo sheriff son representativos del tipo de hombre que vivió a mediados del siglo pasado. Ninguno es falso o malévolo, son sólo fuerzas opuestas que están condenadas a colisionar. Al final parece que el elemento catalizador es el azar, pero incluso ese azar obedece a una lógica: Sara provoca, Tomás obedece al padre y dispara, la madre intercede y muere por alguien más. Precisamente, porque ninguno abandonó su postura, es que cada uno aumentó exponencialmente su propio destino miserable.

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