Al estilo Perec



Me acuerdo del silencio de mis muñecos y de sus hazañas secretas.





El hilo sobre la letra

La obscuridad era casi completa en el teatro. Ya había sonado la tercera llamada y una luz tenue se hizo en el escenario iluminando un pequeño muñeco sentado en su diminuto escritorio donde simulaba escribir con su pluma de ganso: era Hans Christian Andersen creando uno de sus célebres cuentos, o al menos así nos pedía que imagináramos la ilusión de aquel espectáculo. Estaba escribiendo “El soldadito de plomo” y, como si el pensamiento de aquel muñequito escritor repercutiera en todo el escenario, una voz comenzó a contar la historia: apareció un ejército de soldados de plomo, entre ellos, el protagonista, para el cual el metal no alcanzó a moldearlo totalmente y le faltó una pierna, pero eso no le impidió vivir su aventura; enamorarse de una princesa de papel que habitaba un castillo y, tras incontables avatares, fundirse con ella al calor de su amor.
Para mí el espectáculo era múltiple: allá, en el escenario, los muñecos se movían con maestría y aquí, en mis piernas, mi hijo Santiago de tres años permanecía inmóvil expectante y fascinado por todo lo que transcurría ante él. Presenciar el emocionante suceso en la vida de Santiago me hizo intentar recordar en qué momento de mi vida había contemplado por primera vez algo tan imponente y armónico como aquello. Porque una cosa era jugar con muñecos y hacerlos saltar y dar maromas; colgarlos de una hilaza y bajarlos desde la azotea hasta una pila con agua en el patio o hacerlos caminar por una jungla de macetas y enfrentar la ferocidad de las catarinas: muy temprano descubrí el sentido de la aventura, pero mis muñecos nunca decían nada importante; encontrar la belleza y la inteligencia del lenguaje me fue más complicado. Esa magia estaba en los libros, en los ojos lectores, en la sonoridad de la palabra precisa.
Aquella tarde, en el teatro, escuchando el perfecto relato de Andersen aliado a los movimientos de los títeres, tuve que reconocer que había hilos sosteniendo con gracia cada enunciado: no eran frases dichas al acaso, no era sólo la necesidad de contar una historia, era la proeza de hacerlo como nadie lo había hecho antes, era la capacidad de conmover al escucha: los hilos que mueven las palabras son los mismos que nos jalan las fibras más íntimas y nos hacen sentir una historia. Santiago sintió aquel cuento; yo lo sentí. La fusión final que ofrece el argumento y arroja un corazón de plomo con una lentejuela dentro no es una tragedia sino un amor realizado. Lo maravilloso de las metáforas es que nos alejan de la tragedia y nos mantienen a salvo. Ese final fue, para mí, la fusión de la palabra con la acción, la sincronía de lo valioso, la búsqueda de la literatura: algo que descubrí hace mucho, siendo niño, y no lo recordé hasta entonces que me encontraba ante un telón de obscuridad y los aplausos de Santiago.




El soldadito de plomo de Hans Christian Andersen, representado por la compañía argentina de Omar Álvarez, el 4 de septiembre de 2009.

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