En nombre de Firuz

I
Tenía un femenino resplandor en la mirada. No era el más grande entre los cachorros, y su pelaje dorado no sobrepasaba en belleza el tono rojizo de otro gatito; pero tenía un aire de inusual mansedumbre y pacifica torpeza, que me ganó de golpe sin indagar siquiera su sexo: gato o gata, una belleza anodina le rondaba dándole incluso un aspecto inteligente. Por eso lo llamé Firuz, haciéndole honor al califa que bajo el disfraz de hombre ocultaba su naturaleza de mujer. Aunque, finalmente, Firuz no resultó Firuzkah, sino un gato serenamente coqueto que se dejaba mimar por las mujeres y —con mayor placer— por las gatas.
            Sin dudar lo elegí y lo senté a mi lado en el automóvil. Viajó con la ventana abierta, como si acostumbrara pasear en coche, pero al llegar y a partir de entonces, jamás conseguí que volviera abordar un automóvil, como si se hubiera convencido en el trayecto de que su medio de llegada sería el mismo que lo alejaría definitivamente.
            Ese fue el comienzo de la estadía del pequeño Firuz en mi casa. Días en los que su educación llegó a preocuparme: había que acostumbrarlo a comer a determinadas horas, mostrarle las áreas donde podía defecar. Hacerle notar con un grito donde no debía hacerlo. Estimulé su instinto natural por la caza de aves, premiándole cuando encontraba el jardín lleno de plumas, pero mostrándole que el canario que me había heredado mi abuela era intocable. Aprendió pronto a trepar árboles pero tardó en aprender a descender de ellos. Quería que fuera un gato fuerte, sano, sin limitaciones pero, además, sin caprichos, y que su carácter fuera ejemplar no sólo como mascota doméstica sino también que se impusiera entre los gatos de la calle. Y lo fue, tan fuerte que ningún veterinario consiguió jamás vacunarle.
            Conoció el amor demasiado pronto y una gata madura le administró su primera lección, pero también su primera herida: una mordida profunda en una pata trasera que hubo que desinfectar y cuidar durante dos semanas. Nunca más lo volvieron a herir. Firuz supo que para cortejar una gata debía pelear y su tamaño y fortaleza con pizcas de malicia lo llevó a ganar cada noche alguna batalla.
            Pasaron dos años y Firuz se hizo adulto y sereno: ceremonioso a la hora de dormir y puntual en la de comer. Se habituó a la gatina y al agua dejando la leche y el atún entre las extravagancias de su juventud. Mostró prematuros principios de ceguera y quizá por eso repudió cada ruido estridente que lo desconcertó,  pero el asiento de mi motocicleta en cada siesta fue su sitio predilecto. Sostenía amores con una gata pinta que con frecuencia traía a comer a casa. Estaba —puedo decirlo— en el apogeo de su existencia cuando murió.
            Lo que comenzó con vómitos propios de una mala digestión, se prolongó alarmantemente. Al tercer día de no probar bocado un veterinario diagnosticó envenenamiento. De nada valieron las medicinas. El veneno le produjo un sangrado estomacal que lo debilitó en medio de espantosos dolores.  Al quinto día de su primer vómito amaneció muerto.
            Lo enterré en el jardín, justo al pie de un Ave de Paraíso. Tuve la triste e insensata imaginación de que en el paraíso de los gatos debía haber aves y ríos de leche así como se cree que hay placeres en el paraíso musulmán. Firuz había vivido y muerto como los grandes califas árabes: entre el placer de una vida lujosa y la traición del envenenamiento; porque para mí, y a pesar mío, esta historia debió terminar ahí, en el jardín donde lo enterré, pero no fue así.

II
La intoxicación de Firuz me obsesionó. Comencé a maldecir la planta o el insecto que pudo ser la causa de su muerte. Mandé sacar todas las plantas, excepto el Ave de Paraíso, quedando del hermoso jardín, sólo un pedazo de tierra  removida. Me ensañé con los insectos, especialmente con las arañas o campamochas o alacranes que pudieron ser la causa, matándolas a mi paso, incluso escarbando, buscándolas para exterminarlas; sabiendo que en tal caso el causante había muerto antes que Firuz: lo que yo quería, de manera irracional, era acabar con esas especies.
            Una noche, mientras fumaba en lo alto de mi terraza, vi la obscura silueta de un gato junto al Ave de Paraíso. La imagen me estremeció y sin pensarlo llamé a Firuz por su nombre. Ante mi voz, el gato salió espantado y a la luz pude ver que no era sino la gata pinta la que se alejó velozmente.
            La mañana siguiente noté que la comida de Firuz, la cual ya no había tocado en su agonía, no estaba. Era evidente que la gata había regresado a comer. Aquello, lejos de incomodarme, me pareció justo y además práctico, pues así la comida de Firuz no se desperdiciaría. Noche a noche serví la cena para la gata pinta y ella fue a comerla. Esto no significó que la gata dejara de temerme o que yo le agarrara algún cariño en particular: era un mero gesto de hospitalidad.
            Fue entonces cuando una siniestra idea comenzó a darme vueltas por la cabeza. La de que Firuz había sido envenenado intencionadamente, como no sería extraordinario, por un intolerante vecino a quien desvelaba el escándalo amoroso de Firuz y su gata. La idea, repugnante de entrada, me fue llenando lentamente de rabia.
            Me propuse averiguar, aunque por principio supiera que aquella investigación era sólo un puñado de supuestos y vaguedades.
            Yo ignoraba de dónde venía la gata pinta, pero ella, cada noche, hacía acto de presencia para comer. Me propuse rastrearla, seguirla a mitad de la noche; pero la tarea no fue fácil. Lo hice en trayectos. Cada noche avanzaba un poco. Ella iba por su comida y yo la veía alejarse después; a la siguiente noche me aparcaba dentro de mi carro en el punto donde la había perdido de vista y desde ahí la veía pasar y así avanzaba otro trecho. Muchas noches me llevó avanzar tres cuadras; algunas veces tuve que hacer guardia no en el carro sino en algún lote baldío y más de una vez seguí la equivocada pista de otro felino, pero siempre corregí mis pasos sobre la gatita pinta; incluso una vez trepé a una azotea y esperé oculto tras un tinaco. Dormía de día y de noche me movía entre sombras solitarias. Para seguir a una gata tuve en buena medida que ser como un gato, y a punto estaba de perder no sólo la esperanza sino también la cordura cuando di con la casa que buscaba.

III
A cuatro calles de mi casa conocí a la dueña de la gata pinta, una mujer llamada Rocío. Vivía sola y, sin ser despampanante, tenía un magnetismo que ella misma desconocía. Trabamos amistad de una manera que yo fingí accidental. Nunca le hablé de Firuz, o de la inquietud que me había llevado hasta ella, y debo decir que muy pronto,  sin saber cómo, empecé a cortejarla. Rocío era maestra de biología y, como todas las mujeres cultas, muy exigente con sus pretendientes; porque no sólo yo la pretendí, pronto me percaté de que su vecino, un cuarentón soltero, de sangre bastante pesada, le coqueteaba hasta hostigarla. Él tenía licenciatura en  química y quizá por eso Rocío no descartaba del todo su corrosivo cortejo. Cuando lo conocí sentí hacia él una aversión inmediata. Sin embargo no me declaré abiertamente su enemigo.
            Los días no pasaron en vano y la competencia que teníamos por acercarnos más a Rocío comenzó a resultar evidente. El momento definitivo tuvo lugar en la celebración de su cumpleaños, al que los dos rivales fuimos invitados. Sólo yo noté que la gatita pinta de Rocío rehuía al químico y viceversa. Más tarde, al calor de las copas y cuando Rocío no estaba presente, él confesó su desagrado por los gatos. Recordé de golpe la venganza que casi había olvidado. Interrogué al químico hasta qué punto los detestaba y para hacerlo hablar fingí compartir su desprecio a los gatos. El infeliz habló con soltura de su odio y llegó a prometerme una porción de un veneno que él tenía, por si esos demonios me quitaban el sueño con su escándalo. Tragué mi coraje y me propuse patearlo hasta aburrirme apenas saliéramos de la fiesta de Rocío. Pero esa noche, ella comenzó a coquetear con él, ignorándome de la manera más indigna. Terminó por sugerirme que me marchara. Yo, que para esas alturas ya había cometido el error de enamorarme de ella, me marché sintiendo una profunda herida en las entrañas.
            Dos semanas después, ya más tranquilo, decidí volver a pasar por casa de Rocío. Para mi triste sorpresa la encontré en su jardín, con los ojos irritados por el llanto. Inmediatamente pregunté si su tristeza implicaba al químico. Ella explicó que no: su relación con él resultó incompatible y terminó a la semana de comenzar, no estaba triste por eso, sino por la muerte de su gata, la cual se había envenenado con alguna planta o  insecto.
            Dejé a Rocío y fui a visitar al químico. Me sentía mal, profundamente enfermo; quizá el origen de mi malestar estaba en los continuos desvelos, culpa de una bandada de miserables gatos callejeros; así se lo dije y él, solícito, me ofreció de su veneno, el cual me compartió en un frasquito.
             Platicamos un rato más, he incluso bebimos una copa de ginebra. Bebí la mía de un trago y pedí amablemente que me sirviera otra con la que brindamos por la extinción de los gatos: ¡Ah! Pero cuando empezó ha hablar pestes de Rocío, yo lo frené en seco, advirtiéndole que ella me interesaba. Me levanté de su incómodo sofá, no sin antes hundir entre las comisuras de los cojines, el frasquito vacío.
            Salí de ahí y volví con Rocío. Esa noche cogimos tan estrepitosamente que el escándalo desveló a los vecinos.

            Una semana después, tras lenta y merecida agonía, el químico murió intoxicado.

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