Llamadme Virgilio




—Lo primero que se ve en la pantalla es una luz deslumbrante —dice Onarres—. Y una voz pregunta insistente: ¿Cuál es su nombre? ¿Para dónde viaja? ¿Cuál es la razón de su viaje?
—Sí —confirma Noeled—, es la linterna de un guardia de retén que interroga a nuestro adormilado viajero; pero el no recuerda con claridad quién es, a dónde y por qué viaja. Responde cualquier cosa para salir del paso.
—Luego —dice el vasco Aznarrac, tras soltar una bocanada de humo— el autobus hace una parada en un restaurant de paso. El viajero baja al baño pero tarda demasiado y el camión parte sin él. Decide esperar el próximo; en realidad no tiene alternativa. Siente hambre y se acerca a la vaporosa barra de comida...
—Pero al llegar ahí —interviene Onarres— le parece que las empleadas tiene un aspecto deforme, bestial: una es como una loba, otra como una onza, una tercera parece leona. El viajero se espanta y sale huyendo del lugar para internarse en el obscuro bosque.
Noeled ordena un capuchino contra su costumbre de beber café turco, luego dice:
—Perdido, el viajero camina por el bosque hasta topar con una enorme muralla. Tratando de rodearla encuentra una tremenda puerta y comprende que está ante una ciudad. En el arco de puedra que une las murallas hay una leyenda: Lasciate ogni speranza voi ch´entrate, pero el viajero desconoce el idioma y pasa de largo entrando en la ciudad.
— ¿Qué pasa después? —pregunta Onarres.
—Debe encontrar a un hombre —contesta Aznarrac—, alguien que le muestre la ciudad. Un guía de turistas. Aunque más pareciera que es el guía quien lo encuentra a él. Acepta sus servicios y lo conducen a través del cinturón de pobreza que por dentro de la muralla circunda la ciudad. Ahí, claro, sólo encuentran parias, mendigos, pepenadores..
Noeled abre cuanto puede sus diminutos ojos y aclara:
—Ahí encuentran a Kaspar Hauser, a Woyzeck, a Bartleby…
—Y a Olsen —comenta Onarres socarrón.
— ¡Oye! —se apiada Aznarrac—, Olsen es tu amigo. Y es no es paria por circunstancia sino por vocación.
Sin dejar que estos comentarios lo desvíen, Noeled continúa:
—Entre esas casa miserables el guía muestra al viajero, no la pobreza, sino el naufragio del alma; los que han perdido el espiritú que los anima.
— ¿Cómo Fausto? —pregunta Aznarrac.
— ¡No! —se altera Onarres—, Fausto la vendió y a muy buen precio.
—Es cierto. Fausto y Vatehk son los peores negocios que ha hecho el diablo —remata Noeled—, pero ¿en qué íbamos?
Onarres aleja de su cara el humo del cigarrillo de Aznarrac y del puro de Noeled antes de hablar.
—Después de atravesar la región de los pobres de espiritú llegan a la zona roja y el guía muestra al viajero los burdeles.
—El viajero debe pensar que esta ciudad es muy poco turística... ―señala Aznarrac.
—O que el guía es un hombre perverso —completa Onarres.
— ¿Y qué ve el viajero —pregunta Noeled— en cada burdel?
— ¡Putas, prostitutas, meretrices, mujerzuelas, sexoservidoras, samaritanas del amor, muchachas mal aconsejadas o como gustes llamarles! ¡Pero todas leprosas, de carnes inflamadas y cubiertas de llagas, insensibles, asquerosas! ¡Ningún lugar más apartado de la lujuria que aquel prostibulo a donde nuestro viajero ha entrado! —dice Onarres exaltado.
Noeled lo mira asombrado::
— ¡Estás enfermo!
—Sí —responde entre dientes con una sonrisa furtiva.
Aznarrac bebe un trago de su americano y luego sugiere:
—Ahí encuentra a César...
— ¿Col? ¿Costa? ¿Bono? —interrumpe Noeled burlón ante la resentida mirada de su amigo..
— ¡Tódos los césares son léperos! — grita Onarres.
Los tres rien como césares un rato. Luego Aznarrac vuelve al asunto.
—En el burdel, el guía le habla al viajero de la Danza de los Impotentes: un maligno sortilegio opera en esta danza pues cada cliente mientras está excitado no puede pararse a bailar ni unir su cuerpo con el de ninguna mujer; en cambio el de vientre desganado sí logra bailar puegando su cuerpo al de la ramera en un baile frígido.
—Me gusta la idea —acepta Noeled—. Para entonces ya esta muy entrada la noche y el viajero siente hambre. El guía lo lleva a un restaurante llamado La Panza del Destructor; un sitio que el aire acondicionado hace endemoniadamente frío. Ahí comerán hasta reventar.
Un recuerdo oscurece y luego ilumina la amplia frente de Onarres.
—Como en un Sirloin Stockade ―dice.
—Exacto —irrumpe Aznarrac—, entre más comen más quieren comida, pues prueban el Virote Que Da Hambre. Devoran hasta agotar su dinero y buscan un banco para sacar más. El banco que visitan es un gran edificio en forma de mano.
Onarres consulta sus bolsillos y cuenta su dinero; luego pide a Aznarrac dos pesos para completar otra cerveza y la ordena. Al momento la traen y los tres quedan encantados de contemplar nuevamente el hermoso rabino de la mesera.
— ¿Qué pasa en el banco? —pregunta Onarres tras estrenar su cerveza que le recuerdan los miados de un burro que probó, por error, en la campiña francesa.
—No olvidemos —opina Noeled— que estamos proyectando una película. No debemos preguntarnos que ocurre, sino que se ve que ocurre.
— ¿Y qué se ve en el banco? ¿Un edificio en forma de mano con mucho dinero adentro?
—En principio sí, Aznarrac, pero pronto se percatan de que algo anormal sucede en el banco. Ahí no sólo hay dinero, sino todo tipo de bienes amontonados: autos, tapices, abrigos, cuadros, estatuas, joyas... Todas fundidas en un gran caldero.
— ¿Para qué? ―pregunta Onarres.
Por un momento Noeled parece dudar, como si buscara una respuesta distinta de la que tiene. Por fin dice:
—Para moldear una esclava gigante que rodee la base del edificio, que es la muñeca; y para hacer tremendos anillos que ensarten en los dedos de la construcción.
—Obviamente no consiguen sacar dinero de esa avara institución —comenta Aznarrac.
—El viajero no, pero el guía se roba algunas joyas para continuar el recorrido.
—En realidad, Noeled, Aznarrac, ustedes no se dan cuenta. El guía lo que en verdad quiere es algo para apostar en las luchas, a donde conduce al viajero después. La arena se llama La ira en el iris. Al llegar logran ver un ring que flota entre un mar de cabezas vociferantes y manos que empuñan sus apuestas. En el cuadrilátero dos hombres sin brazos pelean a patadas, empujones y mordidas. Alrrededor peceras y jaulas muestran siniestros combates entre animales: en una, decenas de gatos atacan a un perro, en otra son ratas las que agreden a un gato; en una pecera una anguila enfrenta a cientos de pirañas. Cada vez que el guía apuesta, gana. Pareciera saber quien tiene más furia.
— ¡Señorita, este café ya se enfrió! —grita Aznarrac.
— ¡No le grites! Sí te escucha —grita Noeled.
— ¡Silencio, vasco de basca! ¡Silencio, turco idiota! —grita Onarres Relájense y lleguemos al final de esta película
—Bien —asiente Aznarrac ya tranquilo—. El viajero está agotado y pide al guía que lo lleve a un lugar donde pueda descansar. Ambos llegan al hotel Las Posaderas de Eblis, donde el viajero se registra y el guía lo compromete para continuar el recorrido a la mañana siguiente. Una vez dentro de su habitación el viajero comienza a sentir mucho calor; la temperatura sube a grados descomunales. El viajero no soporta más aquel horno y sale a caminar por los pasillos, donde la temperatura es tolerable. Todos los cuartos carecen de ventanas pero tienen sus puertas abiertas. Por ellas ve que cada huésped se está asando pero se niegan a salir al frescor de la noche. En un cuarto encuentra a Giordano Bruno, en otro a Galileo Galilei, en otro más a Baruch Spinoza. El espectáculo es denigrante y pregunta a Bruno por qué no sale; y el fraile responde que bastaría retractarse en sus escritos para poder salir, pero que no lo hará, porque cree en ellos, y no hacerlo, no creer, sería traicionar a Di... No puede terminar pues su voz se quiebra y su imagen desaparece entre el vapor. El viajero camina fuera del hotel donde encuantra al guía agazapado, esperándolo. Le dice que quiere marcharse y le pide que le muestre la salida de la ciudad. El guía le asegura que para salir debe concluir su recorrido, pues tratar de regresar sería perderse irremediablemente.
Onarres y Noeled han seguido palabra por palabra la trama de la película que imaginan simultáneamente, dejándose guiar por Aznarrac. Ahora es Onarres quien toma la estafeta y continúa relatando:
—Caminan por nocturnas y desiertas callejas que se entretejen como nervios de un gigante muerto. Súbitamente ven acercarse a una anciana de lívido rostro que, a toda prisa, trata de alejarse de una sombra que la sigue. El guía jala al viajero a lo obscuro y le pide que observe. Otra silueta surge en la escena, está delante de la presurosa vieja. Ella pide ayuda al hombre alto que ha surgido, y en respuesta, éste sujeta enérgicamente la nuca de la anciana mientras unta en su rostro una mascarilla de tela. La víctima se tambalea. Es la silueta que llega por atrás la que sujeta a la vieja antes de que caiga. Entre los dos meten el cuerpo a un edificio cercano. “¿Quiénes son?”, pregunta el viajero. “Burke y Hare”, responde el guía: “acaban de asesinar a esa anciana. Ahora llevarán el cadáver al doctor Knox. Es fantástico y terrible; habrá notado la perfección de su arte. Lo que no es evidente es la ansiedad que matar genera, no por culpabilidad sino por ignorancia, pues quien asesina sufre por desconocer la historia de su víctima: no la transcurrida, ésa por lo común es mediocre, sino la futura, la que están interrumpiendo, la que nunca se sabrá. Ellos sufren el tormento de inventarIa y reinventarla sin cesar. El doctor Knox, que ha deseado la muerte, que alguna vez ha procurado el suicidio, ahora vive entre cadáveres, estudiándolos, envidiándolos.” El viajero, a punto de perder el control de sus actos por aquel siniestro discurso, pregunta qué culpa tenía la anciana victimada. “Ella no es inocente”, responde el guía. “Quien huye de su asesino desoye una voluntad más alta que la suya.” Acto seguido el viajero se aleja del guía, a quien considera fuera de sus cabales. Corre hasta encontrar una patrulla para informar la noticia de lo ocurrido.
—Pero los patrulleros —interviene Noeled—, lejos de dar crédito a su historia, lo llevan detenido inexplicablemente a la cárcel. En prisión, el cansancio vence al viajero, que se queda dormido: sueña entonces un basurero infinito y, entre aquella suciedad, a hombres y mujeres carcajeándose de un modo horroroso. Sueña preguntarles el porqué de la risa: “Porque toda esta miseria es ilusoria, un sueño que algún día terminará; si fuera real no lo soportaríamos”, contesta uno de ellos. Sueña preguntarles la razón de su presencia en aquel sueño, y responden: “Porque somos gente falsa, nuestros sentimientos son mentira, nuestros actos son fraudes; por eso habitamos tu sueño y el sueño de cualquiera que delire.” Despierta angustiado y encuentra que el guía abre la reja indicándole que salga.
—Y el viajero no quiere otra cosa sino irse de aquella maldita ciudad. Entonces el guía accede a mostrarle la salida, y para ello debe internarse en lo más profundo de la prisión —dice Aznarrac—, donde el pánico es incontenible.
Noeled tiene los ojos vidriosos de emoción, y cuenta:
—Los dos escuchan alaridos terribles de un hombre que está siendo torturado. Llega entonces el inevitable momento en que lo ven, y él no necesita levantar la mirada, no necesita mostrar el rostro para que ellos sepan que ese hombre es Judas, pero también es Pedro y es Pilatos; es Hagen pero también es Kriemhild y Siegfried: no sólo el que dispara la flecha, el que da el beso y señala; también el que niega y se desentiende; también el que revela el punto vulnerable del traicionado; también aquel que permite que lo traicionen. Corre el viajero, huye desesperadamente chocando contra cada muro que en la sombra se le antepone. Como un fantasma surge el guía y abre una puerta en el muro. El viajero comprende que por fin le muestra la salida; pero antes de salir, el guía lo sujeta de los cabellos y le dice al oído: No olvides esta ciudad; y cuando hables de ella no olvides mi nombre; no me llames "el guía", llamadme Virgilio. Entonces lo suelta y el viajero se aleja corriendo.
— ¿Será preciso que en la escena final se vea que la cuidad amurallada tiene la figura del Diablo? —inquiere Onarres.
Los tres guardan silencio. Aznarrac apaga su último cigarrillo en el cenicero que reina en el centro de la mesa y contemplan el humo que parece envolverlos.

Tomado de La sana teoría, Estruendomudo, Perú, 2006.

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