Ver llover es ver caer el telón de una obra teatral que hemos protagonizado; es oír en su rumor el aplauso de los espectadores fantasmas que presencian nuestra vida.
Porque no conocemos más final que la muerte, inventamos finales parciales que cierren pequeños ciclos: la noche concluye el día y en el sueño encuentra tregua la conciencia, así, la lluvia tiene ese poder retrospectivo de cierre y de balance en el que es posible lavarse las manos de lo pasado, grato o no; como si la lluvia no sólo mojara sino renovara la banqueta de nuestra alma, dejando el aire fresco y los colores intensos. Por eso ver llover, más allá de la melancolía o de la euforia que suscita, es importante: toda llovizna es un punto y aparte, un mínimo diluvio renovador, pero también el anzuelo que nos jala hacia el futuro.
La lluvia es la memoria del mundo: todos tenemos recuerdos relacionados con ella y solamente cuando nos empapa esos recuerdos llegan. El aroma del pasto mojado es una evocación de la infancia acaso común en sus variantes: para unos lo es la arena húmeda, la unión de la lluvia con el mar, para otros lo es el asfalto vaporoso que empieza a brillar como piedra preciosa: como sea, tiene todo un álbum de instantáneas sobre nosotros, porque a su paso la lluvia no borra nuestra huellas; las guarda para sí.
Enigmática como el mar y alevosa como el viento, la lluvia es una amalgama fantástica: un océano violentado por olas de aire, en las profundidades del cielo.
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