VANIDAD

Sufro, doctor, un mal tan espantoso, inversamente proporcional a este rubicundo rostro mío. Todo me causa encanto y atractivo; me importa demasiado mi nombre y mi suerte. En una infinita pasarela luciendo muero, y es mi única ilusión el ser perfecto. Me duele el lustre de mis zapatos, me molesta lo laborioso de mi aspecto: lamentan mis ojos el duro suplicio de los pupilentes y mi rostro abomina la mascarilla pétrea de la pulcritud. Mi mesa, siempre tan bien servida, ha desterrado la gula de su reino. Los licores se han enclaustrado indignados; mi tabaco se seca de olvido, mis pipas se empolvan: todos los vicios que cultivé tan amorosamente hoy viven su propia decadencia.

Nadie, doctor, ha podido ayudarme. Nadie ha podido evitar que amanezca corriendo en pos de fortaleza física; que cada mañana transcurra queriendo aprender, con torpeza y terquedad, algún idioma, alguna historia, alguna habilidad inusitada; que cada tarde sea la compulsiva pesadilla de podólogos y peluqueros: ya no visto por lo que quiero ser, sino que quiero ser para vestir ¡Ay! si los maniquíes hablaran, escucharía de ellos esta misma maldición: lo impecable es pecado y penitencia a la vez. Si yo tuviera mi antigua alma, la humilde, la que reía con desparpajo, la que no pensaba solamente en si misma...

¿Que viaje y me distraiga, doctor? Si ya he viajado. ¿Que lea? ¡Tanto he leído! ¿Que me ame una mujer? Muchas lo han hecho. ¿Adquirir un título? Noble y rebelde he nacido. ¿Ser pobre? Si lo fui, lo he olvidado. ¿Escuchar lisonjas? ¡A cada maldito momento! ¿Que si tengo hijos? Sólo mis espejos. ¿Yo, visitar cementerios? Mucho: en ellos entierro mis secretos: sólo los muertos son discretos confidentes. ¿Tener testigos de mi vida? Sí, pero no permito que me impongan guiones: en el drama de vivir sólo los difuntos y yo actuamos, los vivos son espectadores.

¿Le dejo perplejo? Yo era modesta y parcamente feliz como son los felices verdaderos; hasta que una visión desató en mí una amarga e infinita sed de perfección. Ella tenía la veloz figura de veintiún veranos, su piel era blanca y fresca a la vez, como el agua antes de ser nieve y la nieve antes de ser agua; su cabello era de ámbar y crepúsculo, su mirada volvía valioso cuanto tocaba; sus labios fueron siempre una palabra oculta, un sueño feliz que luego resulta imposible recordar, y su voz, un monumento a la sencillez. Engreído —enfermo—, la elegí de entre todas las mujeres, como la afortunada y secreta dueña del mundo: amar es nombrar a la representante de todo un género. Fue inútil, como espejismo en el desierto, al acercarme se difuminó. Sólo me quedó mi vanidad, que es una forma de la tristeza.

¿Me dirá qué tengo? ¿Me dará un consejo? Dice usted, —incansable citador de poetas— que me duele una mujer en todo el cuerpo, que debo ser una Bestia repudiable para entender el desdén, para enamorar a otra Bella. Así, doctor, no me curo: ¡Ya soy un monstruo ególatra! cambiadme la receta: construya una mujer para mi infame especie, pero que su vanidad no supere a la mía, y su belleza no le pertenezca; sólo así podré contagiar, a su indefenso corazón, esta soberbia de amarme.

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