
“A las doce con cuarenta y tres pasará el tren que se la llevará definitivamente” pensó el hombre. Miraba su rostro reflejado en el gran espejo rectangular que se erguía por encima de la chimenea: reconoció su rostro severo, pétreo, su bigote recortado y el brillo en su cabello engomado. En su impasible mirada no se hubiera podido advertir aquella lástima que al verse sentía por sí mismo. Bastaba desviar brevemente los ojos para que el elegante reloj negro que descansaba sobre la chimenea fuera también parte de su angustia. “los relojes y los trenes no saben detenerse: ya no hay manera de evitar su partida” pensó, amargo. Su mirada se detuvo sobre uno de los dos candeleros que flanqueaban al reloj en la misma repisa: no tenían vela y eso lo entristeció aún más; le pareció como si toda la casa estuviera vacía, que quizá todo a sus espaldas: la sala, el comedor, la escalera, las múltiples recámaras no existiera, pero aquello sólo fue una vaga sensación que desechó al momento; un aire frío circuló por entre sus piernas y recordó que la chimenea estaba apagada: “Debo encenderla” se dijo. Pero no había movido un dedo, cuando el reloj atrajo de nuevo su atención recalcando lo poco que faltaba para que el tren llegara. “Se ira” gritó su propia voz dentro de su cabeza. Luego penso: “Tengo que ir por ella: traerla aquí de nuevo”. Quiso entonces mantener la calma, porque en esa calma había depositado todo su carácter, toda su vida, su manera de comprender el mundo, esa calma era lo que ella había amado de él; si algo conservaría finalmente, eso sería la calma. Intentó prender el puro que esperaba entre sus dedos, mas su encendedor apenas lanzó un par de chispazos que jamás lograron la flama. Buscó entre su saco cerillos sin encontrar nada, pensó en ir a la cocina donde seguramente los habría. “¿Y si al entrar a la cocina descubro que tal cocina ya no existe? ¿Y si me vuelvo y veo que la casa entera ya no está; perdería también esta chimenea, estos candeleros, este reloj que me dirá cuando llegue el tren... Y no sabría en que momento la he perdido a ella” pensó; pero después recapacitó: “ Bastaría con que mirara el resto de la casa reflejado en el espejo para saber que aún está ahí” Y trató de mirar, aunque no pudo ver sino su rostro duro, su propia mirada que parecía no permitirle ver hacia atrás. Nuevamente lo invocó el reloj. Ya eran las doce con cuarenta y tres.
Primero percibió un humo espeso. Por un momento creyó que provenía de su puro, cuando recordó que nunca lo había prendido; luego pensó en la chimenea apagada porque ahí parecía originarse, por absurdo que resultara. Vio el humo en el espejo y notó que no había tal en su entorno, que sólo existía en el reflejo y que sí él podía olerlo era porque su propia imagen reflejada lo hacía. Escuchó a continuación el silbido de un tren y su locomotora frenándose trabajosamente. Entonces pudo verlo. Surgió del centro de la chimenea: era un mínimo tren que pesado se apoyaba en invisibles rieles de aire. El hombre por fin se sintió librado de su reflejo y pudo agacharse en cuclillas para observar el tren. Junto al primer vagón la encontró a ella, tan triste. “No llores” quiso decirle. “No te vayas. Te pediré que no partas” pensó. Pero ella sin titubear abordó el tren, que presuroso ya anunciaba su partida. “¿Qué puedo hacer para no perderte?” se preguntó el hombre y la miró por su diminuta ventanilla tan opaca, tan hermosamente triste. Hubiera gritado, hubiera perdido su atesorada calma si un nudo no se le hubiera formado en cada extremo de su cuerpo. Sin lograr perder los estribos, se aproximó lo más que pudo hasta la ventana. Quería que ella lo viera y lo consiguió: al saberlo ahí, ella se sorprendió y restregando su rostro lloroso le sonrió. Él también devolvió la sonrisa y sin pensarlo más se apuró a abordar el tren. Una vez adentro sujetó la mano de ella; estaba fría, la sujetó fuerte y se prometió no soltarla más. El tren comenzó su marcha.
Para cuando el reloj movió de nuevo su implacable minutero, juntó a la helada chimenea yacía el cadáver del hombre de rostro severo: el cuerpo de la mujer estaba lejos, en una estación de tren, donde incapaz de dejar a su amante o de volver a él, se había arrojado a la vía del tren de las doce cuarenta y tres.
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