20 años del Fondo Editorial Tierra Adentro


El salto de la estatua




Veía brincar a niños en el trampolín aunque para mí cada niño fuera solamente una hora de arranque y a los diez minutos debían bajarse, quisieran o no. Era septiembre de 1995 en Guadalajara y había días en que llovía. En ese caso ya era mal negocio: los niños dejaban de darme su dinero y corrían a sus casas. Yo dejaba un rato el trampolín bajo la lluvia para que se lavara, luego lo desarmaba resorte a resorte y lograba meterlo en un vocho sin más asiento que el del conductor. Un transporte desesperado para el desesperado oficio de un estudiante de Letras. Pero aquella noche, al volver a casa (por qué no, como un relámpago que revienta la penumbra), me llegó la noticia: mi primer libro de cuentos, aquel que había escrito en una azotea de Mazatlán: La estatua sensible, había ganado el Premio Nacional de Cuento de los XX Juegos Florales de San Román, en Campeche. Hice mis maletas y partí a la ciudad amurallada para recibir mi premio, el cual tuvieron la excentricidad de darme en pacas de billetes de veinte pesos frente a un público históricamente filibustero. Eran diez mil pesos pero parecían la deuda externa por fin reunida. Mi paranoia me llevó a escurrirme, pensando encerrarme a piedra y lodo en la habitación del hotel mientras en el escenario las hermanas Gil cantaban una canción sobre el aborto. Logré salir sin ser visto por la puerta trasera del teatro que es hombre, mujer y bestia: Francisco de Paula y Toro. Cuando por fin regresé a Guadalajara le dije never more al trampolín y en adelante sólo lo armé eventualmente para que brincaran mis amigos, los ya entonces narradores José Israel Carranza y David Izazaga, el filósofo Ramón Serrano y los poetas Luis Vicente de Aguinaga y Martín Mora. Por turnos, claro.


De una poderosa manera el premio me demostró que el libro estaba listo para probar suerte en el mundo y lo propuse al Fondo Editorial Tierra Adentro. Pronto me llamó Juan Domingo Argüelles para darme una respuesta favorable. Lo que gradualmente me puso nervioso fue que, luego de firmar contrato, no volví a saber nada del libro durante muchos meses, hasta que me informaron que yo debía viajar a la Ciudad de México a presentarlo, en el marco de la Feria de Minería de 1996. ¡Presentarlo sin haberlo visto siquiera! Bueno, sí, yo era el autor y todavía recordaba su contenido, pero ¡presentarlo cuando nadie me lo había presentado a mí! Para este punto cualquiera advertirá que el neurótico he sido yo y prueba de ello fue que cuando llegué al Palacio de Minería y lo encontré atiborrado de gente me sentí angustiado, inmerso en un cuadro de las Cárceles de Piranesi, pero en hora pico. Un laberinto lleno de gente es doblemente aterrador; no sólo estás perdido ¡estás perdido acompañado por muchísima gente perdida! Y claro, entre pasillos hay libros, pero ninguno es el tuyo. La confusión se adueñó de mi cabeza: vi a un hombre y juré que era Neri, el entonces administrador de Tierra Adentro y con quien antes había firmado el contrato. Lo sujeté por la solapa y le exigí: “¡quiero ver mi libro!”. Así conocí al poeta Ernesto Lumbreras, por error, por confundirlo con Neri. Ernesto me calmó (¿con una bofetada? ¿Un vaso de agua en la cara? ¿Una palmada en el hombro? Sí, fue la palmada) y me aclaró “¿Publicaste un libro? ¡Felicidades! ¿No lo has visto? No te preocupes, así pasa a veces. Ya lo verás. Mira, aquí es el auditorio donde será la presentación. Eso dice el programa”. Y así era. Tomé mi lugar en una mesa larga como de La Última Cena, pues aquella vez se presentaron diez títulos durante tres horas. Pobre gente. Lo importante era que yo ya estaba feliz. Ya tenía, no sólo mi libro, sino el porcentaje entero que me tocaba y mi ejemplar me parecía ejemplar: vaya, los cuentos estaban bien, pero me deleitaba la portada con mascaritas blancas y la generosa y elocuente cuarta de forros escrita por Luis Vicente de Aguinaga. El tamaño de la caja, el tipo de letra, hasta el diseño del índice me gustó. El mío era el último en presentarse esa noche: el 111. Cuando llegó mi turno les aseguré al público: “no dolerá”. Leí medio libro y los dejé salir. Finalmente un primer libro es también una primera vez. Qué bueno que salió bien. Y no sólo para mí, pues todos los que brincaron en mi trampolín, antes o después sumaron su talento a ese otro trampolín memorable que sigue siendo el Fondo Editorial Tierra Adentro.

Texto publicado en la revista Tierra Adentro número 164.

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