EpicDermis©

—Ha venido al sitio correcto. Espero poder ayudarle.

— ¿Ve esta cicatriz? Me la hice tratando de arreglar una valija y casi pierdo el dedo. La quemadura del brazo fue con una olla exprés que abrí antes de tiempo.

— ¿Y la cicatriz de la rodilla?

—Esa es antigua, de cuando niño. Por correr despavorido, huyendo de un perro, no miré al frente y me encajé un barrote de banca, en el parque. Ocho puntadas. Tengo otra en la parte alta de la frente; casi no se ve por el cabello, pero me rajé la cabeza contra una jaula que sostenía un aire acondicionado en plena acera. Y todo por caminar con la vista baja...

—Mire, amigo. Nuestro cuerpo es como un mapa y cada cicatriz dice algo, cada marca señala un tesoro de brillantes anécdotas. De usted depende que su cuerpo cuente historias triviales y aburridas que lo revelen como un distraído, torpe y temeroso, o que su piel sea un silencioso libro de aventuras. Lo que yo ofrezco aquí, en EpicDermis©, es darle un origen emocionante a cada una las cicatrices que tiene. Le diré qué decir y hasta cómo decirlo. Lo enseñaré a mentir, pero muy pronto sentirá que es verdad, y créame: el hábito sí puede hacer al monje. Cada mañana, mientras se vista, recordará sus valientes heridas y se sentirá osado, astuto…

— ¿Sexy?

— ¡Claro! ¿Qué cree que pensará su amante cuando lo vea desnudo? ¡Que ha librado mil batallas y ha sobrevivido! Dígame, ¿no se jactaba Agustín Lara de su cicatriz en la cara que le hizo una mujer celosa con un vaso roto? ¡Vamos! ¿No fue Cervantes el manco más presumido que arrojó la batalla de Lepanto? ¿Cuántos exploradores del siglo XIX no vivían de sus famosas cicatrices, como Livingstone o Burton? Una persona sin cicatrices es como un bebé, alguien que apenas comienza a vivir, alguien sin mucho encanto… ¡Ay, pero cuidado! Nada tan vergonzoso como un hombre con cicatrices y sin historias.

—Bueno, mis heridas son resultado de…

—De accidentes; así suele ser. Mire, la clave radica en que los pormenores de cada historia deben ser congruentes con su oficio: si es fontanero, su quemadura fue por cubrir a un niño mientras controlaba una caldera a punto de explotar; si es cartero, dirá que luchó contra un rufián que se disponía a abrir una carta, la cual comprometía la reputación de una anciana y en el pleito él le encajó el abrecartas en el dedo, pero fue así como lo desarmó y destruyó luego la carta; si usted es escritor, dirá que la herida en la frente fue porque uno de sus muchos colegas le arrojó una máquina de escribir desde un segundo piso para matarlo, pero lo primero que usted hizo al recobrar el sentido fue escribir un cuento que fue premiado y que contribuyó a hundir a su enemigo en el olvido.

— ¿Y si quiero algo más impresionante?

—Bueno… Tengo otra oferta: cicatrices que yo mismo le haría.

— ¿Usted a mí?

—Sí, como un tatuaje. Mejor aún: si el tatuaje es arte figurativo, la cicatriz inducida es arte abstracto. Puedo hacer en su costado las marcas de una mordida de tiburón, o los balazos de un fusilamiento al que milagrosamente escapó, o la espada que lo atravesó sin matarlo. No tendrá que decirle nada a nadie. La cicatriz interpretará siempre la misma pieza pero cada vez con las inesperadas variaciones de quien la mire. Es claro que hacerlas dolerá, tardarán algunas semanas en cerrar, pero su cuerpo nunca volverá a enmudecer. Ahora, para comenzar ¿cómo quiere que lo hiera?





Capitán Sir Richard Francis Burton orgulloso de su cicatriz obtenida explorando África.



Texto publicado por PLÁSTICA TÓNICA 2010

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