MEMORIA

No es el olvido sino el exceso de recuerdos lo que atrofia la memoria: Uno cree destinar un lugar exclusivo para cierto recuerdo y tal es la disposición para traerlo al pensamiento, bajo cualquier pretexto al primer estímulo intencionado, que un tono de voz, el ensortijado cabello o la forma de unos labios delgados de mujer (por no mencionar lo que menos nos representa: el nombre). Todo eso que debiera evocar con facilidad a una persona entrañable. Pero pronto cada detalle resulta falseado por otros recuerdos de otras mujeres: entonces el color del ensortijado cabello es incierto, pues uno hubiera jurado que era castaño y hoy una inoportuna fotografía lo revela rubio; los labios son en la memoria ora más carnosos, ora más delgados. La voz presenta no sólo diversas pronunciaciones sino incluso conversaciones que en la realidad no debieron suceder.

Justo entonces uno sale a buscar las calles, los rincones, los parques que atestiguaron los días felices, pero cada calle tiene un recuerdo propio que declarar, y cada parque su versión de la historia. Todos hablan al mismo tiempo y los recuerdos se aglutinan en una sola persona que es amable y tierna, pero luego altanera y triunfante. Su cara son muchas caras, su cuerpo, inestable.

Uno conoció a tal mujer desde pequeña, pero entonces tenía hijos y marido. Era extranjera recién llegada aunque también creció aquí ¿Cuál recuerdo es ella y cuál no?

En el alud de recuerdos queda sepultada, confundida, disminuida la memoria de esa mujer inolvidable que probablemente — ¿cómo saberlo?— uno jamás ha conocido.

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