INGENIO

El pasado de la palabra ingenio es tan remoto que se abisma en otra palabra antigua; la ingenuidad. Ya los latinos nos dan noticia de su significado al hablarnos del Genio o deidad personal (genius) capaz de engendrar (gignere) cuanto sea necesario y al cual posee o permanece en (in) la persona, que por consecuencia es talentosa y de buen talante.


Tal idea —por mucho, pagana— es seguramente más árabe que latina, dada la existencia de los míticos Ginns, irreverentes y explosivas deidades menores. Pero solamente para los griegos clásicos fue algo natural el ser poseído por un dios y actuar según su mandato: difícil para ellos hubiera sido creer lo contrario, y la sola idea del libre albedrío les hubiera parecido ingenua.

Si cada acto, hábil o torpe, bondadoso o malvado, era la efusiva intervención de un dios griego, no había entre los hombres ser más “embriagado de dios” que el enamorado: el amante. Pero esa embriaguez, aún siendo divina, no perduraba, y más temprano que tarde abandonaba a la persona, dejándola en su mediocre humanidad.

La naturaleza del ingenio ha sido históricamente distinta: la misma posesión divina, pero donde los hombres no eran instrumentos de los dioses, sino donde un dios servía de instrumento al hombre y ya no le abandonaba: el ingenioso se sirve de su intelecto con mágica facilidad como si un Genio lo respaldara para crear, pero sobre todo para triunfar sobre el sentido común de los hombres: Orlando, el guerrero de Carlomagno, enloqueció de amor cual si Afrodita lo hubiera tentado; pero una vez recuperada la cordura, su pasión se desvaneció. Alonso Quijano, tras leer cientos de libros de caballería, parecería que enloquece, pero no; despierta en sí a su Genio y ya, ni la calma ni la cordura, le privarán de ser el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha.

Hay dos ingenios en la historia de la literatura que siempre pesan, y son el del Quijote y el de Hamlet: El príncipe de Dinamarca finge demencia y tal actitud es síntoma del ingenio que despliega sarcásticamente ante Polonio, que atemoriza a sus amigos, desenmascara a su tío y enloquece —verdaderamente— a Ofelia. Es, a todas luces, un ingenio trágico. El Quijote no finge su locura, la asume como parte de su ingenio. Ya sea en boca del propio Quijote o en la memoria de Sancho, finalmente más que escudero, discípulo; igual siempre conciben la estrategia que opta por la vida y por la felicidad.

Poseer ingenio —digámoslo como metáfora o con puntualidad filológica, da igual— es un don del dios. Su cara opuesta es la ingenuidad, la ausencia del dios: es ahí donde la incapacidad de engendrar apela a un estado de virginidad física o mental, a una inexperiencia absoluta: el ingenioso siempre se impone y delata al opositor como ingenuo. Pero los extremos se tocan: el ingenuo, como lo era Alonso Quijano antes de leer apasionadamente, es el origen, el germen del ingenioso, del hidalgo caballero andante.

Con el paso de los siglos hemos dejado de creer en dioses y hemos depositado nuestra fe en las máquinas: hoy ellas son nuestras aspirantes a genios servidores, Ginns de poco carácter. Los ingeniosos se han convertido en ingenieros quienes, sin restarles mérito, lo que han ganado en técnica lo han perdido en sagacidad. No estamos muy lejos de novelar las aventuras del Ingenioso Molino de Viento de la Mancha.

Evidentemente la fórmula del ingenio no ha cambiado ni para Hamlet, deshojando libros, ni para el Quijote, amalgamándolos en grande delirio: no hay mejor camino para invocar al genio particular, que todo lo resuelve, más que leer, leer y leer otra vez.

No hay comentarios.:

Seguidores