TROMPO

Quizá todo mundo conoce los trompos y describirlo sea un gesto de ingenuidad. Cuando yo era pequeño el trompo era –seguramente sigue siendo— un juguete barato: el común era de plástico de colores opacos, pequeños e irrompibles, objetos hechos para arrojarse contra el suelo, pero no como quien arroja una piedra para matar un alacrán, más bien como se lanzan las piedras oblongas a la orilla de un lago para que reboten haciendo patitos. Igual, pero la cuerda le da una gracia inusitada, delimita el área de la caída de aquello que has arrojado con tanta fuerza y cae solamente a metro y medio de ti. La cuerda transforma la literal caída un corto vuelo, el trompo se desenvuelve como un yoyo arriesgado que no piensa regresar y corta el aire como un falso zumbador. Luego realiza un aterrizaje perfecto sobre su punta metálica en cualquier superficie y causa la envidia del balero que siempre debe caer donde mismo: arrojarlo, ponerlo a bailar sobre la propia uña como bailan los ángeles en la cabeza de un alfiler, contemplar su efímera vida de movimiento para luego volverlo a enrollar en la cuerda como a un muerto que vendamos como momificando con el deseo, contraria al arte mortuorio, de volverlo a la vida, al giro erguido que es su vida.

Sin embargo, la mañana en que mi padre regresó de un viaje realizado a Paracho y me mostró el regalo que me traía, mi vida entera dio un giro. Me regalaba el trompo más hermoso que jamás en mis siete años de vida, había visto: era de madera cuando sólo los conocía de plástico, no era opaco, la laca lo hacía brillar, negro como obsidiana, delicadas grecas circundaban la pieza entera. En su parte superior, donde se debía atorar la cuerda, el trompo se dividía unido sólo por tres soportes, dándole además un aire de ligereza, casi de fragilidad. La punta era de acero, la cuerda también estaba nueva, blanca, flexible pero no aguada. En suma era un trompo hecho a mano y destinado a las inclemencias del juego, pero hubo para mí un enorme impedimento: su belleza.

Apenas lo enrollé en la cuerda, alcé la mano para arrojarlo y no pude hacerlo: temí maltratarlo. Me pareció injusto que a fuerza de caídas se amellara su capa de laca. Ya no era un trompo, era una joya, una suerte de diamante. Me deleitaba mirarlo, sopesarlo, detenerme en sus grecas, imaginar que eran jeroglíficos de una civilización perdida, pero mientras encontraba para mí la Piedra Rosetta que me revelara su significado me apliqué a jugar canicas y futbol.

Muchas noches soñé cómo se vería mi trompo girando. Sólo en sueños me atrevía a lanzarlo, sólo a sabiendas que era un sueño, que el verdadero estaba a salvo. Pensaba que quizá, una vez en movimiento, la filigrana del trompo me hubiera revelado algo, una palabra, su verdad.

Nunca lo sabré, cada vez el sueño me revelaba una palabra distinta: ahora comprendo que lo había convertido en un oráculo complaciente. La única verdad era que en su estática belleza estaba cautivo algo más importante que el juego en sí: un misterio.

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